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Bacalao y torrijas

  • Foto del escritor: Diego Alatriste
    Diego Alatriste
  • 13 mar 2017
  • 3 Min. de lectura

Actualmente no es una tradición que se lleve mucho a cabo, pero los que hemos vivido con los abuelos o personas mayores la conocemos. Desde el día que el cura nos ponía la ceniza con sus dedos regordetes hasta que llegaba el Domingo de Resurrección, todos los viernes pescado. Este periodo es la Cuaresma, el periodo de cuarenta días que recuerda el deambular de Jesús por el desierto hasta su entrada en Jerusalén para Pascua. La Iglesia, Mater et Magistra, y su derecho canónico afirman: “El ayuno es preceptivo el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo y la abstinencia de comer carne, todos los viernes del año, aunque fuera del tiempo de Cuaresma, puede substituirse por otra obra de penitencia”. Como ya he dicho, sabíamos lo que tocaba… aparte de verduras y demás, llegaba el bacalao y todos sus formatos: frito, con tomate, en potaje, en albóndigas….. Los caladeros del mar del norte se resentían con la católica España.


Ahora bien, viajemos al Siglo de Oro, a los mentideros, para ver cómo se vivía la Cuaresma y qué se comía. En la España de la Contrarreforma, se guardaban muy y mucho las costumbres, por lo que el ayuno los días marcados y la abstinencia de carne eran obvias, eran obvias para todos menos para aquellos que podían evitarlo. Por ejemplo, desde el s. XV los vecinos Meco, próximo a Alcalá de Henares, y gracias a la bula de Inocencio VIII se les permitía comer carne durante la Cuaresma por ser el pueblo más alejado de la costa y por la dificultad de la llegada de pescado fresco. Por esta razón, muchas familias nobiliarias viajaban a dar a luz a la villa para que sus hijos fueran vecinos y gozaran de la misma.

El resto de los pobladores de los mis reinos de España, dependiendo de su clase social, comían o malcomían una cosa u otra. Las familias adineradas disfrutaban de un menú variado: carnes y pescados además de los carísimos huevos y de esta manera alternaban grasa y magro dependiendo de la fecha. Las clases humildes consumían legumbres, hortalizas, queso y aceitunas, de esta manera reservaban la carne para fechas muy importantes. Por otro lado, su católica majestad, papá o hijo, eran fieles a la carne hasta tal punto que Felipe II gozaba de permiso de Su Santidad para disfrutar vaca, pollo, perdiz o paloma cuando le pareciera. El todopoderoso defensor de la fe, se podía permitir ciertas licencias.

Pero la abstinencia y el ayuno no sólo hacían referencia a lo meramente gastronómico, sino también al noble arte de arcabucear enaguas, como se diría vulgarmente entre las calles de la Villa. Muestra de ello es el edicto del joven Felipe II que obligaba a las prostitutas a salir de la ciudad, en concreto de Salamanca, durante toda la Cuaresma y Semana Santa. Tenemos que tener en cuenta Salamanca era la ciudad universitaria por excelencia, Alcalá concentraba estudios clericales, y esto daba lugar a bullicio, movimientos de gente y cachondeo.

Esto al monarca no le debió gustar mucho, por lo que cuando llegaba el Miércoles de Ceniza, el Padre Lucas, jocosamente apodado el Padre Putas por los estudiantes, sacaba a las meretrices de la ciudad a la otra orilla del Tormes. Tras pasar las fiestas, cansados de seriedad, lutos y ayuno, el pueblo salmantino estaba ansioso de carne, en ambos sentidos. Toda la ciudad se echaba al río con la comida (hornazo) y una buena botella de vino para ir a visitar a las señoras que retornaban ese día a la ciudad y solicitar algún servicio de picos pardos. Destacar que esta celebración se sigue manteniendo en la ciudad y otros pueblos de la meseta.


Vista de Salamanca desde el otro lado del Tormes.

En definitiva, podemos ver cómo han perdurado las tradiciones, comer pescado, torrijas o el Lunes de Aguas, pero perdiendo su sentido de antaño, ya sea religioso o profano. Se deben conservar las tradiciones y la gastronomía, si perdemos las tradiciones perdemos la esencia y lo que somos, bien decía Miguel de Cervantes: “En los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”.




 
 
 

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© 2016 por Alejandro Nieto Tapia y Julio Sandoval Márquez.

No saber lo que ha sucedido antes de nosotros es como ser incesantemente niños. 

Cicerón (106 a.c.-43 a.c.)

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