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Campanas y tozudos.

  • Foto del escritor: Diego Alatriste
    Diego Alatriste
  • 8 feb 2017
  • 4 Min. de lectura

En el año 1500 en la ciudad de Gante nació el príncipe Carlos. Este fue educado en las costumbres y la mentalidad borgoñonas para que se convirtiera en digno sucesor del abuelo paterno. Estando por el frío norte, recibió la noticia, de manos de Cisneros, de que debía presentarse en Castilla. La llegada del cortejo flamenco ya fue algo movida, a consecuencia del barco de segunda mano prestado por el rey danés y las tormentas del Cantábrico, y sirvió de preludio de lo que les esperaba cuando se reunieran con el clero y la nobleza castellana. Hacía poco tiempo que el joven Carlos, hijo de Felipe y Juana, había llegado cuando le informaron de que el día 7 de febrero de 1518 debía presentarse ante las cortes.


Fachada de la Iglesia de San Pablo.

El príncipe de diecisiete años llegó presto a la iglesia de San Pablo (Valladolid) donde le esperaban los consejeros y representantes. Ostentando ya el título de rey de los Países Bajos, había venido a ser coronado rey de Castilla y Aragón, pero su mente está en el trono imperial, digna herencia del abuelo Maximiliano. Poco le importan unos cuantos nobles valoraran más a su hermano Fernando o que mantuvieran tradiciones que estaban obsoletas en el resto del continente.


“Las campanas de san Pablo han cesado de sonar

en pié los procuradores se yerguen para admirar

al rey postrado de hinojos a la izquierda del altar

el de Burgos por las cortes le ha comenzado a exhortar….”

Los Comuneros. Luis López Álvarez.

Imaginemos a un joven Carlos, entre poco agraciado y absorto, sentado en el trono presidiendo la reunión mientras mengano le exhorta sobre el respeto a Castilla y futano sobre los privilegios de nobleza, clero y Mesta. Por su cabeza sólo pasaría una idea, que estos pesados a los que no entiendo se callen ya que quiero comer faisán o ciervo y beberme una cerveza, que para algo me he traído a mi maestro cervecero. Pues dicho y hecho, acabada la coronación partió camino a Aragón, pero antes pasó por caja y se llevó 600.000 ducados de oro para su coronación como emperador.


Ya con la hucha llena volvió a Flandes porque allí no se le había perdido nada. Tras de sí dejó a una serie de consejeros flamencos que querían medrar en la corte o esa bonita tradición de sacar provecho personal de la labor de servicio público. Uno de estos fue Adriano de Utrecht que quiso hacer uno de su cargo como Primado de España para llegar a portar la tiara papal, finalmente la consiguió. Esto sembró el descontento en Castilla, se estaba encendiendo la chispa, no iban a consentir que los flamencos ocuparan los cargos al igual que no se lo permitieron al viejo rey aragonés y sus secuaces.



Retrato del joven príncipe. Bernard Van Horley.


Para echar más leña al fuego, de nuevo volvió el emperador. En el mes de mayo de 1520, en la ciudad de Santiago de Compostela se convocan nuevas cortes para recaudar dinero. El por qué de la convocatoria en Galicia era claro, Castilla se estaba convirtiendo en un polvorín. Fue peor el remedio que la enfermedad. Cuando las cortes finalizaron, los representantes que no habían defendido los derechos del reino fueron atacados. Acto seguido Toledo se declaró en rebeldía y tras ella las principales ciudades (Segovia, Medina, Ávila, Zamora…).


Juan de Padilla, por la ciudad de Toledo, Juan Bravo, por Segovia, y Francisco Maldonado, por Salamanca, se alzaron con el liderazgo del movimiento comunero. Se apoderaron de Tordesillas y trataron de convencer a la reina Juana para que ostentara la corona. La madre de Carlos I no quiso posicionarse en contra de su hijo y declinó el ofrecimiento. En septiembre de 1520, la Junta se estableció en Tordesillas y comenzó a llamarse Santa, que así se justifica lo injustificable. A partir de entonces empezaron a surgir desavenencias entre los comuneros: mientras el sector moderado liderado por Burgos pretendía presentar al monarca una serie de reformas; los radicales de Toledo pretendían someter al rey al poder de la Junta. Esta división confirmó el destino de la rebelión.


Estatua de Juan de Padilla en la plaza homónima (Toledo).

El rey, enterado de la situación de su nuevo reino, dispuso en la ciudad de Worms que todos esos rebeldes fueran detenidos y castigados. Leída la misiva, Adriano dispuso al Consejo de Regencia y a los inquisidores para su persecución. Tras el sitio de Segovia y la quema de los arsenales de Medina, el movimiento rebelde estaba cercado y en un intento de resistencia se dispusieron entre Torrelobatón y Villalar para frenar a los imperiales. De nada sirvió y los líderes fueron ajusticiados. “A cada cerdo le llega su San Martín”, no se podían oponer al progreso y al hombre más poderoso de su tiempo.


Tras la sucesión de conflictos, el joven rey regresará ya emperador y sabrá encauzar su reinado para ganarse el corazón de los castellanos y convertir el reino en la primera potencia de Occidente. Al fin y al cabo fue Castilla la que mantuvo, económica y físicamente, las campañas de la corona a lo largo de la historia contra el hereje y el turco.






 
 
 

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© 2016 por Alejandro Nieto Tapia y Julio Sandoval Márquez.

No saber lo que ha sucedido antes de nosotros es como ser incesantemente niños. 

Cicerón (106 a.c.-43 a.c.)

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